December 16, 2008

Prohibidas las provocaciones


He engordado. En este país, quién no engorda? Pero eso no es excusa. Como sabe todo aquel que me conoce, me encanta la comida. Y es que creo que soy un ser sensible a los estímulos, estoy viva. Soy de esa gente que fácilmente se le hace agua la boca con el olor de unas caraotas refritas; con el aroma que impregna toda la casa cuando se hornean galletas; cuando a la brasa se asa la carne y se quema la grasa, sacándole el sabor, el jugo que se forma con la sangre y la grasa diluída, que responde al calor; o cuando se hace un sancocho como dios manda… Así que cuando veo en la tele programas de comida, qué crees que me pasa? y resulta que soy adicta a ellos, pero debo parar, porque en esta etapa de mi vida mi almuerzo es excesivo, ya no sé lo que es comer frugalmente. Y luego de eso, si puedo hacer mi ritual siesta, en el preludio del sueño mi hombre a mi lado en la cama ve un programa de comida, y empiezo yo a salivar, aún llena por el almuerzo, pero no me aguanto con todas las ricuras que se muestran en la pantalla. Mi cuerpo y mi mente reaccionan, se estimulan… Es un círculo vicioso, al punto que he decidido no seguir viendo tantos programas de ese tipo. No soy muy televisionera, pero sí adicta a ese canal: Food Network; antes veía Gourmet Channel y todas sus exquisiteses, total que el cambio de canal sigue creando el mismo efecto en mí: hambre, así que opto por la retirada. De no ser así, me convertiré en una norteamericana más con libras de sobra.

December 13, 2008

El mejor regalo


Estaba yo por cumplir 10 años y me encontraba en Caracas durante unas vacaciones en casa de Mina, una tía que más bien hizo el rol de abuela con nosotros. Ella vivía en un edificio humilde, de esos que tienen un estacionamiento en la parte de atrás, sin líneas que asignen los puestos de los carros, así que los carros son estacionados pegaditos los unos de los otros tratando de aprovechar el espacio de la mejor manera para que todos quepan. Ese edificio es viejo; hoy por hoy debe tener más de 50 años. Tiene tendederos de ropa en la ventana del lavadero y también otro en alguna ventana que daba a un pequeño patio interior del edificio. Los apartamentos son pequeños pero normalmente alojan a familias numerosas. La de Mina era de 7 personas, es decir, ella y Papy (mi casi abuelo) tenían cinco hijos, y para colmo llegábamos nosotros a quedarnos de vacaciones. Así, apretados como los carros, gozábamos un montón.

Parte del día la pasábamos abajo jugando con los demás niños y adolescentes del vecindario. Había un muro no tan alto que dividía el espacio entre ése y el edificio de al lado y que nosotros utilizábamos, a veces, como banco, para sentarnos a hablar hasta el cansancio - y otras veces - como malla de volibol. Se acercaba mi cumpleaños y para celebrarlo, invité a mis amigos a picar una torta en el apartamento. Todavía recuerdo cuando se lo dije a Mina. Me preguntó: - "Cuántos son?" Y le dije, para no darle el susto tan rápido: - “23……… al revés.” - “Diantre!” me contestó por la sorpresa, con una breve risa que se escapó de su boca al imaginar cómo iba a caber esa cantidad de muchachos en el apartamento. Pero ella tenía el don de la multiplicación; lo que alcanzaba para 12 alcanzaría para 32, inexplicablemente. Así que no se preocupó más por el asunto; imagino que esperaba a que no fueran todos.

Will, mi primo, me dijo que también había invitado a Wilfredito. Yo no quería. Wilfredito era un niño de mi edad que se la pasaba en el edificio, pero no era de allí. Ni siquiera vivía en el edificio de al lado. El trabajaba a esa edad limpiando carros, así que no era de mi status. Tuve que aceptarlo con la cara “amarrada”. Total, ese apartamento era más de Will que mío. Yo ligaba mis dedos para que a Wilfredito se le presentara un inconveniente y no pudiera ir, o para que su mamá no lo dejara (si es que tenía).

El 1ro. de agosto – como esperaba Mina – no fueron todos. Me llevaron algunos regalos, pero hubo uno que fue ciertamente especial, tan especial que todavía lo llevo en mi memoria. Se presentó Wilfredito limpiecito vestido de domingo, con un regalo para la cumpleañera. Yo lo abrí en el momento, como había hecho con los otros. Era una cajita de música que medía unos 20 centímetros de largo por 10 de ancho y otros 10 de profundidad, blanca por fuera, con dibujos de florecitas de colores delicados y en el centro de la tapa, el dibujo de una bailarina. La abrí, y su música invadió mi corazón. Además, la muñequita vivía ahí dentro y bailaba para mí cada vez que yo le daba cuerda a la caja. Tenía por supuesto, un espejo en la parte de abajo de la tapa y estaba forrada por dentro con una tela azul turquesa mullida. Era también un joyero, un regalo precioso que conservé por muchos años y que el tiempo y el uso se encargaron de despintar y envejecer. Esa cajita, debido a que vino de él, tuvo para mí un significado mayor. Más que el regalo, fueron sus ganas de regalarme, aunque él tuviera menos que yo. Ese gesto me demostró que no da quien tiene, sino quien quiere; porque él, con sus escasos recursos fue con su alma mucho más generoso que yo, que ni siquiera había querido invitarlo. Él, con el fruto de su trabajo había comprado esa cajita para mí; él, que definitivamente necesitaba ese dinero para algo más primordial que un regalo, me dio el mejor regalo de mis 10 años.