April 18, 2009

Culpable o no



Nos encontramos mi pareja y yo en un retiro matrimonial, tratando de componer de alguna forma nuestra relación. El lugar es hermoso, generoso en naturaleza y espíritu. Muchas cosas me gustan del retiro aunque hay temas importantes que no se tratan y uno de esos es el de la infidelidad, punto álgido en cuanto al perdón, pero bueno! Nada es perfecto y a pesar de todo, creo que los organizadores han puesto mucho de su parte para llegarnos al alma. Son tres matrimonios y un cura los moderadores; este último de extraña conducta, la cual relato a continuación.

Llega el momento de la confesión (individual por supuesto) con el padre. Yo nunca me confieso con un padre porque hasta cierta medida tengo una religión católica muy propia y uno de mis desacuerdos con ella es el porqué no puedo confesarme directamente con Dios? Ése día, para no ser la piedra de tranca en la fluida organización del retiro, accedo con mi mejor intención a confesarme con el padrecito, a quien le llevo quizás cinco años. Su humilde apariencia y actitud de principiante me hacen verlo más niño aún.

Inicio honestamente – típico en mí - la confesión, con algo como:

- Padre, yo tengo años que no me confieso. De hecho, creo que esta es mi tercera vez y no creo haber cometido algún pecado. Usted dirá.
- Bueno, vamos a hacerlo entonces de esta forma: yo te pregunto y tú me contestas. Así no nos perderemos ningún detalle, te parece?
- Ok, pregúnteme pues.

Cada pregunta es más estúpida que la otra. Para rematar, cuando tienen que ver con sexo, él tiene una elaborada y confusa forma de hacerlas, teniendo que repreguntarle yo para que me dé pista de lo que me quiere preguntar. Nada como esta pregunta:

- Cuando ves imágenes de parejas en la televisión, te agrada?
Y me quedo yo como si me hubieran preguntado: la limonada te gusta con azúcar o con sal?
- A qué se refiere, padre?
- Bueno, si ves a gente que está un poco descubierta, en ropa interior, quiero decir, o besándose... Eso te agrada?

(Coño, qué sera lo que me quiere decir?) – Bueno, si los veo en ropa interior no siento nada. Creo que para mí el desnudo es bien normal. Si los veo besándose y se besan bien, sí, me agrada, pero eso no sólo me agrada en la tele. Me agrada cuando veo a una pareja besándose profundamente en la calle. Me agrada cuando siento que la gente se quiere.

Un poco insegura, le repregunto: - Respondí lo que me quiere preguntar?

El padre respira profundo, como quien contiene un deseo.
- Si, si, si. Bueno, y qué haces cuando ves esas cosas?
- Nada, las veo.
- Te provoca hacer algo?
- Qué? Padre, acuérdese que yo estoy casada. (El verano lo tiene usted).
- Sí, claro, pero… como tienes tiempo que no te confiesas. Alguna vez has hecho algo mientras ves esas cosas en la televisión?

(Será que tengo cara de niña de 8 años? Coño! Tan joven no me veo)
- Quiere decir, si me he masturbado alguna vez viendo películas o algo así?

(Ya el padre lo tenía duro)
- Sí, a eso me refiero.
- Claro padre! Me he masturbado viendo películas y no viendo también, pero esa es la cosa más natural del mundo. Eso no es un pecado. (No me diga que usted no se masturba. Qué lástima!)

Cuando ve mi cara de “pobrecito usted” me manda no se cuántas Ave María y otros Padre Nuestro y me saca – prácticamente como corcho ‘e limonada (con azúcar, por supuesto) – de aquel lugar. Al principio no entendí. En mi mente no podía creer que alguien no se masturbara, menos aún un padre, quien tiene prohibido hacer el amor con nadie.

Se lo comento compungida a mi pareja, que el padre no se masturba, pobrecito!

- Claro que se masturba! De dónde sacaste eso?
- Bueno, no sé. Yo creo que no. Ojalá que si. Y si se masturba, qué siente después? Se siente culpable?
- Pero cómo llegaron a esa conversación?
- Bueno, él empezó. Yo quise decirle lo rico que es masturbarse, pero ni de vaina. Si lo hubiera hecho, él hubiera creído que yo era el diablo personificado.
- Yo creo. Nada más a tí te pasan esas cosas. A mí no me dijo nada de eso.

Al día siguiente, el retiro termina con una misa hermosa en la que todos nos sentimos reconfortados y de alguna manera fortalecidos. Como es de esperarse, llenos de ese compartir comenzamos a despedirnos todos con abrazos sinceros, unidos por la experiencia, pero cuando voy a abrazar al padre, me agarra de la muñeca y me dice. -“Quiero que tu esposo esté presente.” (Dios mío, y ahora qué hice?) Nos ponemos a buscar a mi esposo en la multitud y mientras lo conseguimos, el padre abraza a otras mujeres sin problema, pero – para mi tranquilidad - le dice lo mismo que a mí a otra, y luego a otra. Total que somos tres las que tenemos que ser abrazadas con nuestros esposos como testigos de por medio. Nadie discute. La mayoría está llena de amor y aunque nos salpica, allí hay un corto circuito por la conducta del padre.

La cuestión se quedó de ese tamaño. Sin mayor explicación quedamos en encontrarnos pronto otra vez y entre nosotras, las tres mujeres, hubo una especie de extraña complicidad nunca aclarada.

En cuanto al padre, terminé creyendo que se masturbó pensando en nosotras y en nuestros supuestos pecados. Quizás lo hizo inmediatamente después de despacharnos, apurado, a escondidas y sintiéndose culpable. Quizás le provocamos tres orgasmos inolvidables. Jajajajaj. Me impresiona lo retorcidas que pueden volverse las mentes con prohibiciones; la religión los obliga a mentir, y mintiendo pecan, osea que los padres pueden ser los primeros pecadores. Por eso no creo en el fanatismo; en creer ciegamente sin cuestionar. La religión está hecha por los hombres, no por los dioses. Así que desde hace mucho decidí que la que escribe, la supuesta pecadora, es libre de prejuicios que no tienen ni pies ni cabeza. Yo, aún con los pecados que he cometido y los cuestionamientos que tengo acerca de mi religión, me siento libre, sana y muchas veces inocente, como puede verse.

April 3, 2009

Un Angel en Parque Central


Acostumbraba a viajar en avión con frecuencia cuando éramos ricos pero no lo sabíamos. Esa época en que todavía la clase media podía disfrutar de viajar en avión cuantas veces lo necesitara (o al menos casi todas). Para estudiar en la Universidad me había mudado a la capital; sin embargo, mi familia y amigos de siempre me atraían inequívocamente a mi pueblo querido.

El vuelo de regreso de aquel día, como cosa común, se retrasó unas horas. Al llegar a mi destino descubrí una noche negrísima, libre de luna. Agarré una buseta del aeropuerto que me dejaría en Parque Central a eso de las 9:30 p.m. En esa última parada siempre habían taxis esperando pasajeros, pero esa noche quizás la negrura que nos cubría había hecho que todo peatón inteligente abordara un taxi lo más pronto posible. Armada de valor y acostumbrada a esas lides, me encomendé a Dios al momento de hacerle señas a un taxi que iba pasando para que me recogiera. Inmediatamente, llama mi atención un carro estacionado a pocos metros de mí, oscuro como la noche, lujoso, de modelo tradicional pero del año, que por mi ignorancia automovilística no logro determinar la marca. Dentro de él me hacían señas para que me acercara y como obedeciendo a una hipnosis me acerqué al mismo. El carro tenía acientos de cuero y era mucho más espacioso por dentro de lo que se veía por fuera. En él se encontraban cómodamente cuatro personas: un chofer y sus ocupantes. La única mujer, de unos 60 años, me habla con angustia reprimida, diluida en una calma y bondad que adiviné en el tono de su voz. “Hija, qué estás haciendo a estas horas de la noche sola?” Le expliqué, “vengo del aeropuerto.” “Móntate con nosotros, que te llevamos a tu casa.” “Gracias, pero ya paré un taxi.” “No mi amor, te puede pasar algo. Móntate, que apenas te ví sentí que debía recogerte.” Sin otra explicación, acepté y le hice señas al taxista que me esperaba para que se fuera. Los demás hablaban poco, pero el ambiente era grato. Era ella quien llevaba la batuta, la dueña y señora.

Las calles estaban casi desiertas. Al parecer, la noche asustaba a muchos y habían optado por retirarse a sus casas. En el viaje hablamos más de mi vida que otra cosa. Ella tenía una hija como de mi edad que vivía en el exterior. Me sentía con una tía, actualizándola de mi vida, y así, más rápido de lo que esperaba me dejaron en mi casa. Le agradecí el gesto. Ella me estampó un beso en el cachete y me echó la bendición. Ella había sido un ángel de la guarda, quien movida por un sentimiento maternal, se había arriesgado a tenderme la mano; sin importar dónde yo viviera me hubiera llevado hasta el fin del mundo sana y salva.

Las dos nos arriesgamos en cierta medida y seguimos nuestros instintos sin entenderlo. Quizás pudo ocurrirme algo malo si no abordaba su carro. Nunca lo sabré. Lo que sí sé con certeza es cómo nos volvemos padres de todos los niños cuando tenemos el nuestro. De alguna manera, ella estaba haciendo lo que le hubiera gustado que hicieran con su hija. Hoy, muchísimos años después todavía recuerdo lo que sentí al bajarme del carro. Con mi maleta a cuestas mientras caminaba a la puerta de mi edificio, me sentí como si tuviera 6 años y mi papá me estuviera llevando cargada a mi cama.